Los afortunados que
desafortunadamente han estado en contacto con la muerte, dicen que es ella
misma la que te hace apreciar la vida. Los arrepentidos dicen que no te das
cuenta del valor de algo hasta que lo pierdes. Los mal dicho perdedores, dicen
que el valor de la victoria sabe mejor después de una gran derrota. Y yo que
soy de mediterráneo y me encanta el sol y la playa digo, que el sol brilla más
cuando hace días que vives bajo el cielo londinense.
Me enerva. Me despierta
el más máximo cabreo ver que yo estoy dentro de ese grupo de seres masoquistas y
desagradecidos. Que quiero cambiarlo y no sé ni por dónde empezar a recortar
actitudes, persones, papel en sucio.
Y te hablo en serio
cuando te digo que me he propuesto seguir las regles de los “vidaventureros”
más de veinte veces con lo poco o mucho que llevamos de año, pero cuando creo
haberlo introducido en mi rutina, me doy cuenta que aún no habían pasado esos 21
días que dicen ser necesarios, y automáticamente me doy cuenta que casi lo
logro, pero el casi pesa más que el logro.
Así que siempre encuentro alguna excusa para dejar de vivirlo todo como
si la vida fuera nuestro mayor regalo. Estoy cansada, hoy no he tomado café, me
duele la cabeza, hoy es lunes, o simplemente porque hace mucho que no me quejo
de nada y me lo merezco.
Entonces gracias a X,
quizás un martes cualquiera pase algo que nos haga cambiar la visión sobre el
mundo, pero, gracias o por culpa del tiempo, si no nos lo anotamos o vemos algún
vídeo de Victor Kuppers que nos lo recuerde, el viernes ya se nos habrá
olvidado.
Así que no sé qué es más
grave, si el hecho de necesitar una resta para apreciar una suma, cuando en
realidad vivimos en una suma continua de sucesos, de aprendizajes. O el hecho
de tener memoria a corto plazo cuando se trata de temas que van más allá de
recordar que mañana tenemos cita con el dentista.
Y así, en medio de excusas
y sonrisas de Instagram, se nos pasa la vida.